
Las tropas japonesas avanzaban por el este de China y el mundo estaba al borde de incendiarse. Era 1938, año del tigre en el horóscopo chino. Pero en una casa silenciosa del viejo barrio de Dongcheng de Pekín, un bebé varón abría los ojos sin saber aún que su vida sería una obra de teatro sin acto final.
—Se llamará Pei Pu —dijo su padre—. Que significa “una joya cultivada”.
Shi Pei Pu nació bajo el legado de la dinastía Qing. Su padre era un erudito, un funcionario civil que hablaba el idioma de los emperadores muertos y veneraba los textos clásicos como si fueran evangelios. En la casa había pocos juguetes, pero muchas palabras. Pei Pu aprendió antes a declamar poesía que a patear una pelota. Su madre, silenciosa, tocaba el laúd y entonaba viejas baladas que le hablaban de mujeres que se disfrazaban de hombres para luchar en la guerra. Mulan no era una ficción. Era una enseñanza.
—Tienes la voz de un ruiseñor —le dijo una vez un maestro de ópera—. No la malgastes hablando como los demás.
Una estrella de la ópera
En los años cuarenta, Pei Pu se ingresó en el mundo de la Ópera de Pekín. No le interesaban los papeles heroicos ni los generales. Lo fascinaban las danes: los roles femeninos, que sólo podían interpretar hombres. Imitaba sus movimientos, sus miradas de bambú, sus lamentos modulados. Aprendía a desaparecer dentro de otra piel.
En los entrenamientos, los maestros corregían con dureza: —¡El paso debe flotar, no pisar! ¡El cuello, recto como un junco! ¡La voz, quebrada como porcelana! Y Pei Pu obedecía. Porque sabía que no era un juego. Era una transformación.

Su padre murmuraba en voz baja que la política no era para los artistas, que la Revolución Cultural se avecinaba como una tormenta. Pei Pu no lo escuchaba. A los quince ya dominaba el arte de hablar como mujer. A los veinte, nadie podía saber quién era realmente. En la China maoísta, esa ilusión sería su mayor arma. Se pintaba los párpados con una precisión geométrica, trazaba los labios de rojo, se envolvía en las sedas del personaje con la paciencia de un monje y la frialdad de un cirujano.
Allí, bajo las luces opacas del Teatro de Pekín, Shi Pei Pu no era un actor. Era una mujer. El Partido Comunista chino lo observaba con suspicacia. La Revolución Cultural lo encontraba incómodo. No encajaba en el nuevo modelo de ciudadano: varonil, proletario y combativo. Pero él seguía ahí, en escena, desafiando la ortodoxia con cada reverencia y cada falsete.
No era un actor célebre ni un rostro de la televisión. Era más bien un secreto a voces en los círculos cultos de Pekín. Un hombre que cantaba como emperatriz y que susurraba tragedias mientras el país gritaba consignas.
Amor y engaño con el diplomático francés
La embajada de Francia en Pekín olía a café quemado y papel húmedo. Allí, entre radiogramas y formularios oficiales, Bernard Boursicot redactaba cada semana informes diplomáticos dirigidos a París. Algunos eran triviales: el menú de un banquete oficial, los horarios del teatro municipal. Otros, no tanto.
En 1964, Boursicot conoció a Shi Pei Pu en una fiesta de Navidad. Conectaron de inmediato y pronto iniciaron una relación amorosa secreta que duró 20 años.

Durante la Revolución Cultural de Mao, a los chinos se les prohibió mezclarse con extranjeros y, finalmente, Boursicot aceptó intercambiar secretos de embajada con el gobierno chino para poder seguir viendo a Shi. En 1983, el gobierno francés arrestó a la pareja por espionaje. Fue entonces cuando finalmente se reveló la verdad: Shi no era una mujer, como le había dicho a Boursicot durante el romance.
A partir de entonces, los sobres comenzaron a salir de la embajada por rutas invisibles. Bernard los entregaba a una mujer en bicicleta, a veces los escondía en libros o detrás del forro de su saco. Eran documentos internos, partes de inteligencia, nombres de diplomáticos y rutinas de agregados militares. Nada crucial. Nada que pudiera volar un puente o empezar una guerra. Pero sí lo bastante para que los servicios secretos chinos se interesaran.
—Él no lo hace por dinero —dijo un agente que supervisaba el caso—. Lo hace porque cree que ama a una mujer que no existe.
Shi Pei Pu no vestía uniforme. No usaba códigos cifrados. No manipulaba armas. Su método era más eficaz: la ficción. Cada carta de amor que Bernard recibía estaba escrita en papel perfumado, con caligrafía sinuosa, y firmada “Tu Pei”. Decían cosas como: “Nuestro hijo crece fuerte. Tiene tus ojos.” O: “Cuando vuelva a tener tu calor, todo será claro.
La historia de ese niño —Shilou— fue el anzuelo más cruel. Apareció de pronto, ya caminando, como un hijo entregado por el Estado. Shi lo presentó como prueba de que todo lo vivido era verdad. Bernard lo aceptó. Le tomó fotos. Las mostró como se muestra una herida que no se quiere curar.

Mientras tanto, la Revolución Cultural de Mao se instalaba en China. Intelectuales eran humillados en plazas, las óperas tradicionales se prohibían, y Shi sobrevivía gracias a su ambigüedad. A veces traducía, a veces cantaba, otras simplemente desaparecía por días. Nunca explicó su vínculo con los servicios secretos, pero tampoco lo negó.
Detenidos en París
Años más tarde, ya en París, durante el juicio, Bernard fue interrogado por un psiquiatra.
—¿Y nunca vio sus genitales?—No. Nunca quise mirar.
Porque si miraba, perdía todo.Creyó más en el amor que en la lógica. Más en la fantasía que en la anatomía. Y por eso traicionó a Francia.
La policía irrumpió al amanecer. No hubo persecución. No hubo armas. Shi Pei Pu fue arrestado en su departamento de Rue de Vaugirard. Boursicot en su despacho diplomático. No se dijeron nada. No se miraron. Los acusaban de espiar a Francia para el gobierno chino.
Pero lo que estalló en los diarios no fue el delito, sino el delirio. Los titulares de Le Monde y Le Figaro decían lo imposible: “Un diplomático francés, engañado durante 20 años por un espía que fingió ser mujer”. El caso parecía un chiste cruel o un drama demasiado inverosímil para ser real. Y sin embargo, lo era.
—Yo amaba a una mujer —declaró Bernard al primer juez que lo interrogó.
—Esa mujer era un hombre —respondió el fiscal, sin levantar la voz.
El juicio fue un espectáculo. Las filas para entrar a la audiencia eran largas. Había cronistas, psicoanalistas, voyeurs, abogados de traje ajustado y mujeres con abanicos. Todos querían ver al personaje que había burlado a un gobierno, a un amante, a una nación. Pero cuando Shi Pei Pu entró a la sala, no hubo disfraz. Ni kimono, ni pintura blanca, ni abanico. Solo un traje gris, un rostro quieto y una mirada que parecía recitar una ópera invisible.
—Nunca le dije que era mujer —dijo—. Él creyó lo que quiso.
Los psiquiatras se multiplicaban. Nadie entendía cómo podía haberse sostenido una mentira tan física durante tantos años. Boursicot insistía en que nunca vio su cuerpo desnudo. Que el sexo fue siempre en la oscuridad. Que la ilusión era tan fuerte que no se animó a romperla.
El niño, Shilou, fue traído a declarar. Ya adolescente. Había sido adoptado, prestado, inventado. Su origen era otra parte del enigma. No era hijo biológico de ninguno. Pero estaba allí. De carne y hueso. Otro personaje atrapado en la obra.
Las condenas llegaron como notas disonantes: seis años para Shi, seis para Boursicot. El francés intentó suicidarse en su celda con una navaja de afeitar. Lo salvaron a tiempo.Cuando salió de prisión, lo buscó. Lo encontró en París. Le declaró su amor, pero Shi lo rechazó.
La vida tras el escándalo
El barrio XV de París no tiene nada de exótico. Hay supermercados, niños en bicicleta, jubilados en fila para comprar baguettes. Y sin embargo, en un apartamento modesto de Rue Blomet, vivía uno de los personajes más inexplicables del siglo XX. Shi Pei Pu, el espía, el actor, el amante ambiguo, el inventor de un hijo inexistente, pasaba sus días solo, sin maquillaje, sin público, sin país.
—Trabajo como traductor —le dijo una vez a un periodista del New York Times, sin levantar la vista.
Traducía mandarín y cantonés. A veces colaboraba con empresas, a veces con abogados. Nunca hablaba del pasado, salvo cuando alguien lo reconocía. Entonces sonreía, apenas, como quien recuerda un viejo papel que ya no interpreta.Vivía con poco. Nunca escribió memorias. Nunca apareció en talk shows ni vendió entrevistas. Cuando David Henry Hwang estrenó la obra “M. Butterfly”, inspirada libremente en su historia, Shi no fue al estreno. Cuando David Cronenberg dirigió la película, tampoco la comentó.
A veces, Bernard Boursicot lo visitaba. Tomaban té. Hablaban de cosas banales. No había reproches. Ni ternura. Solo un vínculo insólito, que sobrevivía al escándalo, al ridículo, al amor y a la cárcel. Shi Pei Pu murió de cáncer el 30 de junio de 2009, a los 70 años. No dejó testamento. No tenía familia. Solo algunas fotografías desvaídas, recortes de prensa amarillentos y una ópera grabada en casete, donde canta con voz de mujer una escena de despedida.
En su funeral había pocas personas. Un diplomático retirado. Un vecino. Un periodista. Nadie llevó flores. Alguien murmuró que fue uno de los más grandes farsantes del siglo.
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